Las palabras se desbocan sobre el
papel como caballos salvajes, incontenibles y atropellados. Nuestra afirmación,
ya expuesta en otros Noctambularios, de que la literatura surge no de lo
escrito, sino de la vuelta sobre lo escrito, se ratifica con la naturaleza
mestiza de las palabras recién plasmadas sobre el folio: el resultado inmediato
de nuestra primera tentativa de escritura son palabras que, si bien ya son de
naturaleza escrituraria, desfilan todavía conforme a una sintaxis oral.
En un primer momento, lo que
escribimos aflora en el mismo orden en que lo diríamos, pues de hecho el acto
de escribir se acompaña de un soliloquio. Es preciso, en un segundo momento, la
corrección sintáctica, o sea, la doma. No se trata de desnaturalizar las
palabras, de castrarlas, sino de saber imponerles el paso, lograr cabalgarlas
al trote o al galope, según convenga, y enseñarles cuál es su lugar.
La sintaxis aporta valor
semántico; afecta al sentido del texto, al tono, al ritmo, a la tensión
dramática... Usar frases cortas o largas, la ordenación de las subordinadas, la
anteposición del sustantivo o sus atributos, etc, condiciona ineludiblemente el
sentido de la obra, tanto o más que el léxico o el argumento. Recurriendo a una
analogía pictórica, la sintaxis, para la frase y para el párrafo, vendría a
sustituir, para el lienzo, a las líneas de fuga, la perspectiva y la ordenación
de elementos dentro de la composición.
No es lo mismo empezar una frase
describiendo un anochecer, y narrar luego la evasión de un criminal
sanguinario, que redactarlo en orden inverso.
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