En rigor,
sólo hay dos géneros literarios: buena literatura y lo demás. El recurso
a la categoría de género literario como calzador para asignarle a cada lector
el libro que nos parece más idóneo, o como referencia para catalogar a cada
autor donde corresponda, se reduce a un mero uso pragmático ajeno a la
literatura como tal. Reducir “La Isla del Tesoro” a novela de aventuras, o
"Drácula" a novela de terror, o "El Amor en los Tiempos del
Cólera" a novela romántica, no es admisible. La pregunta manida y vaga
"¿de qué va?" no puede abarcar en modo alguno la riqueza de una obra
literaria, sin menoscabo de que dicha obra sea más o menos ágil, divertida,
intrincada o densa.
La imposición acrítica de los
géneros literarios suele acompañarse de una jerarquización de las obras y de
sus autores según el género en que se engloben, otorgando invariablemente más
valor a unos y a otros en la medida en que se les considere más o menos
sesudos, más o menos complejos y, en general y de una forma un tanto
enigmática, más o menos serios. Siendo así que la seriedad es un rasgo
puramente subjetivo, y con mucha frecuencia proporcional a la idiotez del
sujeto en cuestión, reto a quien sea para que calibre y compare la seriedad de
un Huckleberry Finn, un Marqués de Bradomín, un Quijote, una Madame Bovary, un
Cyrano de Bergerac, un Edmundo Dantés, un Aureliano Buendía, un Ivan Illich, un
Licenciado Vidriera, una Alicia...
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