Nunca leemos al autor, por más
que leamos su obra. Por más que una voz en primera persona sea la conductora de
cada frase, esa voz no es la voz del autor. La voz del texto es un yo
literario. Incluso si nos zambullimos en una prosa subjetiva y psicológica, no
podemos confundir el yo leído con el yo escribiente.
Contra esta afirmación no vale
alegar que el yo literario actúa como alter ego del escritor, ni aunque el
propio autor de la obra así lo manifieste. Porque cuando uno escribe, aunque
quiera desnudarse, por más que ansíe retratarse en el lienzo en blanco del
folio, no evitará interpretarse, codificarse literariamente, artificializarse,
enajenarse en la escritura.
Por supuesto que la obra siempre
comunica algo del creador (no sólo aquélla que ha sido escrita en primera
persona, ni aquella pretendidamente autobiográfica -ésa menos que ninguna-, ni
aquella que se autodefine como no-ficción), pero eso no basta para
identificarla absolutamente con él, como no cabe identificar al Durero de carne
y hueso con ninguno de sus autorretratos, ni a Cervantes con la descripción
tierna y descarnada que de sí mismo hace en el Quijote.
La escritura no es un espejo
fiel. Por supuesto que emitiremos juicios de valor sobre el autor partiendo de
lo que escribe; no podemos evitarlo. Mas si, al margen de la literatura,
juzgamos la obra desde un punto de vista moral, o político, de género... y luego
pasamos a lanzar nuestros dardos sobre el autor, quizá erraremos el tiro. Si
yo, Paco Santos, utilizo como recurso literario la voz en primera persona de un
tipo abominable, ruego que esa abominación no caiga sobre mí.
Puedes estar tranquilo
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