jueves, 5 de febrero de 2015

Nunca leemos al autor

Nunca leemos al autor, por más que leamos su obra. Por más que una voz en primera persona sea la conductora de cada frase, esa voz no es la voz del autor. La voz del texto es un yo literario. Incluso si nos zambullimos en una prosa subjetiva y psicológica, no podemos confundir el yo leído con el yo escribiente.
Contra esta afirmación no vale alegar que el yo literario actúa como alter ego del escritor, ni aunque el propio autor de la obra así lo manifieste. Porque cuando uno escribe, aunque quiera desnudarse, por más que ansíe retratarse en el lienzo en blanco del folio, no evitará interpretarse, codificarse literariamente, artificializarse, enajenarse en la escritura.
Por supuesto que la obra siempre comunica algo del creador (no sólo aquélla que ha sido escrita en primera persona, ni aquella pretendidamente autobiográfica -ésa menos que ninguna-, ni aquella que se autodefine como no-ficción), pero eso no basta para identificarla absolutamente con él, como no cabe identificar al Durero de carne y hueso con ninguno de sus autorretratos, ni a Cervantes con la descripción tierna y descarnada que de sí mismo hace en el Quijote.
La escritura no es un espejo fiel. Por supuesto que emitiremos juicios de valor sobre el autor partiendo de lo que escribe; no podemos evitarlo. Mas si, al margen de la literatura, juzgamos la obra desde un punto de vista moral, o político, de género... y luego pasamos a lanzar nuestros dardos sobre el autor, quizá erraremos el tiro. Si yo, Paco Santos, utilizo como recurso literario la voz en primera persona de un tipo abominable, ruego que esa abominación no caiga sobre mí.
 
 


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