La voz
establece la relación del escritor con el texto. Cuando adoptamos
la voz de un narrador neutral, ajeno al relato, o la de uno o varios narradores
partícipes en lo narrado (siquiera de forma tangencial),
demarcamos las dimensiones del texto. Decantarnos por una voz
subjetiva, impone a la obra una tridimensionalidad que podría
multiplicarse al infinito (en un juego de espejos, si recurrimos a distintas
voces que se repliquen, se complementen o se contradigan entre sí). Valga como
ejemplo "La Piedra Lunar", de W. Collins, o "La
sociedad literaria del pastel de piel de patata de Guernsey", de Mary
Ann Schafer.
La voz subjetiva, por lo
demás, sumerge al texto en un continuum psicológico que dota al escritor
de un sin fin de recursos estilísticos, narrativos, temporales...cada uno de
los cuales merece su propio NOCTAMBULARIO. Así en el "Lazarillo de
Tormes", "Robinson Crusoe" de D. Defoe, o "Escupiré
Sobre Vuestra Tumba", de V. B. Vian.
La opción de una voz
neutral abre una distancia entre el autor y el texto, que le confiere a lo
escrito una aparente objetividad. La omnisciencia del narrador le otorga
la facultad de sobrevolar el relato, posándose sobre este o aquel
personaje, este o aquel lugar, este o aquel instante, y cede (aunque sólo
sea de forma artificial) toda la relevancia al relato, en tanto que el
autor esconde sus manos de tahúr, como un geniecillo que se divierte fingiendo
su asombro ante los espejismos que él mismo ha generado.
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